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[2010]

  • ISLA - AGUA - PUENTE
 
  • Primero hay un territorio, que es como una isla. Manchas, sombras, edificios que se amontonan sobre basamentos exiguos. Calles que se estrechan en un solo punto de fuga, donde al final esperan un caballo negro de plomo y un prócer doblegado, prestos a partir. A veces, un pedestal sobre el que ya no queda nada. Hay una avenida que parece un río, y recortes de figuras humanas que avanzan de espaldas. Los ornamentos de la ciudad (banderas, estatuas, relojes) se desdibujan, suspendidos, expectantes: son los signos de la retirada, junto a los autos claros de vidrios negros. Lo que cambia, de manera constante, son los cielos. Saturados por un resplandor grisáceo que imita tubos de neón, o la noche polar, o tormentas de nieve incongruentes, los cielos de Fernanda Piamonti iluminan un espacio urbano que se va cerrando, inland austral que se desgaja de un territorio mayor. (Pero ese territorio permanece escondido.)
  • Después está el agua: densa, lisa, inanimada, y las cosas que duermen en la pintura líquida de asfalto. Es que en la superficie de laca del Riachuelo pintado por Piamonti se proyectan, fantasmáticamente, otras construcciones, que vienen del territorio escondido. En las chorreaduras que atraviesan la tela, en las formas inacabadas, en las geometrías dadas vuelta se insinúan construcciones que están en la provincia, más allá del bajo Sur. La obra pública a medio hacer, los pilares de autopista que no sostienen nada, las rampas, las pasarelas, las casillas de cemento, las chapas onduladas: paisajes laterales que Piamonti ha visto una y otra vez en los viajes entre Buenos Aires y La Plata. El agua muerta en el sur de la ciudad se vuelve entonces cámara oscura (Negrura I, II, III) o pantalla blanca (Blancura I, Blancura nueva baja II) que reproduce, impasiblemente, un espacio que está a sus espaldas.
  • En este sentido, el viejo puente Avellaneda es menos el signo de una densa tradición pictórica, que una marca topográfica. Esa marca señala la aparición de algo nuevo y permanente en el paisaje o, mejor, la presencia de eso nuevo en el aire y en el agua. Destilerías, depósitos, basurales, dioxinas, carbono, humo, carcomen el puente desde todos lados, blanquean las soldaduras, ensucian los ángulos: en los intersticios del puente algo internamente se derrama, como si cada trazo llevara en sí el principio de su propia disolución, como si el asfalto, el petróleo, el alquitrán que componen la pintura socavaran, desde dentro, el esqueleto del puente que unía históricamente la capital con la provincia. Algo se desintegra; lo interesante es la manera en que Piamonti cuenta esa desintegración, a un año del Bicentenario. Porque a fin de cuentas el puente se mantiene, constante, sobre las ondas de brea, bajo una luz irónicamente rosada, a medio camino entre el foco artificial y el brillo burlón de la escurridiza laca. O por decirlo de otro modo: la estructura de hierro toma el espacio y lo organiza porque es parte de una cartografía conocida y necesaria: hay un límite que marca el fin de la ciudad, ese límite es el puente. Y aunque Piamonti trabaje los colores y la línea como si se tratara de mostrar una estructura mientras cae, también logra que el límite que define el territorio se mantenga, un poco vacilante, entre la isla, el puente y el agua.
 
  • Magdalena Cámpora
  • Doctora en Literatura Comparada por la Universidad
  • de París-IV Sorbonne e investigadora del CONICET.