A María Fernanda Piamonti los músicos siempre le parecieron ángeles. Seres fantásticos, capaces, por ejemplo, de cargar un celo en la espalda y subirse a una bicicleta para llegar hasta un escenario y desplegar las alas.
Hace poco más de dos años, asistió a la apertura del Festival Martha Argerich en el Luna Park, donde escuchó por primera vez en vivo el concierto para piano y orquesta n°1 Op. 23 de Tchaikovsky.
Arrebatos majestuosos, armonía dulcísima. Y en la vorágine del emblema del romanticismo decimonónico Ruso sintió “la sustancia de los músicos”.
Diez días después, el 13 de Septiembre de 2005, presenciaba un ensayo del cierre del Festival en el Teatro Gran Rex. Era la hora de la siesta. Las butacas y los pasillos estaban quietos, vacios. Recordaría sobre todo la oscuridad, los acentos rojos de los carteles de “SALIDA” y el asombro. En la ventana que enmarca el telón, Fernanda no podía creer lo que veía.
Allí bullían los querubines de jean y zapatillas. Iban llegando apresurados, con las mandíbulas entumecidas o los nervios convertidos en esporádicas sonrisas.
Afinaban desentonando. Componían una sucesión de imágenes de caos, en fuga. Cuando Fernanda evocó la experiencia en su taller, incluyó la potencia del maravilloso desorden previo al gran show. La antipuesta escena. Lo que no se ve durante una función perfumada. “Lo obsceno”, dice ella. No por vergonzante, por epifánico.
Al concluir el óleo Los comedores de patatas, poblados de rostros de campesinos que definió como “toscos y vulgares, con la frente pequeña y los labios gruesos, no afilados sino llenos” Van Gogh también señalo: “No me gustaría que al mundo le pareciera, sin más, bien o bonito. Lo primordial no es lo agradable sino lo característico”. Fernanda retomó la fuerza salvaje, cruda, incomodante del artista holandés para definir esta serie de música y resultó exquisita. Detrás de las bambalinas, también estuvo Argerich.
Para ella, no cabe otro homenaje que el silencio.
Se cuenta que cuando el violinista Schuppanzigh se quejó por lo difícil que le resultaba tocar una pieza, Beethoven le contestó: “¿Cree que pienso en sus miserables cuerdas cuando me habla el espíritu?” Fernanda pintó las formas de esa pasión.
Una orquesta que ejecuta movimientos bruscos para congeniar las vibraciones del éxtasis, del compromiso y la frustración, los cimbronazos que evocan furia y algunas modulaciones suaves que sugieren los gestos dóciles de la confianza y la entrega.
El profesionalismo implica en este ámbito someterse a la partitura y a los movimientos señoriales de la batuta. Pero también supone aquella energía que se crispa y desborda. Un tornado que envuelve a los músicos más alla de la música misma, y los impulsa y los condena, y los libera, tal vez sin que se den cuenta.
Corrientes que, como la sangre, nos empujan a ser por fuera de toda conciencia. Por eso, sus cuadros componen un concierto vital oculto. Sobre todo en rojo y negro.
La obra de Fernanda incluye además formas muy definidas: rostros de músicos que fotografió en el teatro y precisiones rescatadas de sus croquis a mano alzada. Son casi una revancha contra el academicismo. Ella pretende, repite una y otra vez, encontrarse desandando ese camino.
Lidia permanentemente con la figuración. Marca las telas con la espátula o las serrucha para reforzar una textura de ensoñaciones densas. Se pelea recurrentemente con la pulcritud del brillo.
Fernanda no oye bien. Probablemente deba perder totalmente la capacidad auditiva antes de intentar iniciar un tratamiento. Pero en su obra, la música excava el cielo (Baudelaire). También por eso, podríamos llamarla la materia de los angeles.